domingo, 13 de septiembre de 2009

Farewell, my poet, farewell...



Érase una vez una noche clara, melancólica; una noche extraña, presagio de un adiós, de un hasta nunca. Érase una vez una noche de agradecimientos implícitos, taciturnos, delicados, como una caricia, tan dolorosos como cargados de íntima alegría. Érase una vez la noche del 12 de septiembre de 2009. Érase una vez Leonard Cohen.

Tres horas en las que estuve flotando en el aire, viajando por la vida de este cantautor y artesano de la canción. Nos lo dio todo, a sus casi 75 años. No escatimó nada, 27 canciones esculpidas en un frío Palacio de los Deportes. Ni el molesto eco del edificio pudieron romper el vínculo que Cohen pudo crear conmigo, con los diez mil que estábamos allí. Nunca frase tan banal ha tenido tanto sentido: "yo estuve allí". Estuve allí cuando nos levantamos con los ojos llenos de lágrimas para aplaudirle, para suplicarle que tuviera piedad de nosotros, que no se ensañara con nosotros, que nos dejase respirar, aunque tan sólo fuera por un momento. Fue tras The Partisan. Fue cuando, al levantarnos, nos rendimos ante el poeta, sí, el poeta que dentro de cien años los libros de texto mencionarán como mencionan hoy a otros grandes hitos del verbo.

Pero no, él no nos dejó el honor de respirar. Decidió, implacable, seguir por su camino, cada vez más intenso, más potente, más... Y Famous Blue Raincoat fue mi personal rendición. Yo ya no podía más.

Pudo conmigo, con su voz que, en algunos momentos, se reencontraba con el Lady's man, con el joven Cohen, para agarrar mi alma y dejármela destrozada de amor por su letra cristalina, perfecta, cadencia impune del tiempo que pasa. Pudo conmigo en sus sentidos homenajes a su grupo de músicos excelsos, a sus coristas. Coristas metáforas de sus conquistas y que se apartaron para que él pudiera introducir, otra vez, el puñal en la dulce y desaparecida Janis Joplin con la tremenda Chelsea Hotel #2. Una felación revivida como si hubiese tenido lugar en ese mismo momento y en ese mismo escenario.

Hoy, escuchando, como no, un disco de Cohen, me doy cuenta de que me dijo adiós, como se lo dijo, susurrando, a los otros 9.999 que me acompañaron en ese viaje de tres horas. El concierto de anoche fue mi regalo de cumpleaños; no supe, hasta que lo desenvolví, que fuese tan delicado, tan frágil, tan desgarrador. Sólo puedo darle las gracias a Nuria por haberme regalado un momento que nunca olvidaré. Porque tres horas pasaron en un breve instante. Leonard Cohen, se presentó, sonrió y se despidió. Para siempre.

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