lunes, 8 de febrero de 2010

Utopía y revolución

Yo soy de izquierdas. Ni es para jactarse ni es para avergonzarse. Es un rasgo, como los ojos castaños, los dedos largos, la tendencia a engordar. Forma parte de mí, es mi manera de ser.

Desde que tuve uso de razón, me interesó la política, las corrientes y sus teorías. Además, vengo de un país, Italia, que, cuando empecé el instituto, se definía por una cierta exasperación ideológica en las aulas. O bien eras de derechas (más bien fachón) o bien eras de izquierdas (más bien estalinista...). De hecho, la revisión de la época de Stalin estaba ocurriendo en aquellos años y aún no había descendido a las calles, sino más bien era un debate abierto en el aparato.

Los años sesenta y setenta del siglo pasado marcaron un antes y un después en la izquierda europea. Si nos fijamos, los socialistas y los comunistas de hoy son el producto de aquellos años convulsos. En España, a mediados de los setenta, se iniciaba un proceso que llevaría a la Transición. En Italia, el PCI pasaba por una fase de catarsis por la que se hacía autocrítica en cuanto al apoyo mutuo entre el partido en Italia y Moscú. Estábamos hablando del partido comunista más importante en Occidente, financiado durante años por los gobiernos soviéticos (dentro de la cada vez más improbable Internacional Socialista), a la vez que la Democracia Cristiana había recibido fondos y apoyo de la CIA, desde las primeras elecciones libres desde la caída del fascismo, en 1948. Tan libres no fueron, porque su resultado fue voluntariamente alterado gracias a la ayuda del servicio secreto norteamericano.

En 1992, me acuerdo de haber visitado un pequeño arsenal (Santa Bárbara) cerca de la Casa del Popolo de un pueblo de la región roja por antonomasia, Emilia Romagna. Estaba llena de rifles y armas que probablemente eran ya inservibles. La mayoría databa de la Segunda Guerra Mundial y habían servido a la causa Partisana. Eran los rastros indelebles de la confrontación ideológica que marcó un siglo, el XX.

Mientras tanto, se descubría que “la otra parte” también disponía de un aparato paralelo, con un grupo subversivo llamado Gladio, creado por si había “Revolución” en Italia.

La Revolución, esa gran utopía, gracias a la cual todo adolescente rojo como yo soñaba con un mundo mejor en el que “reeducar” al pequeño burgués. Hoy, si lo pienso, me río o, por lo menos, sonrío por esa actitud ingenua.

Pienso en todo ello por un artículo de El País en el que Antonio Muñoz Molina recuerda los setenta españoles y el mito de Mao, mientras éste convertía la Revolución Cultural en el horror del que todos hoy somos conscientes. Me acordaba de mí mismo viendo con orgullo una pintada en la fachada del edificio de enfrente a mi instituto milanés. Ponía mi nombre, el tercero, en la lista de los condenados a muerte por los fachas. ¡Lo logré en primero! Ya era un enemigo del sistema. Con catorce añitos.

Eran otros tiempos, nunca mejor dicho. Vivíamos aún en la Guerra Fría. Menos mal. Pero, como herencia de aquella época, me acuerdo de cómo la izquierda estaba presente en las calles. Ser de izquierdas significaba estar donde estaba el problema para la gente de a pie. Luchabas (metafóricamente, la mayoría de las veces) contra el yugo de la “casta”. La justicia social era la bandera. Hasta tal punto que la Iglesia Católica reaccionó creando movimientos juveniles muy parecidos a los nuestros, los rojos, y los convirtió en Comunione e Liberazione. Era la primera vez que podía comprobar los efectos de que un Papa del Opus llegase al Vaticano, Juan Pablo II. Esos movimientos hacían suyos conceptos, ideas y canciones. Era una manera muy astuta de infiltrarse y ganar acólitos.

Todo empezó con Polonia, con Solidarnosc. Comunistas y católicos, de repente, nos manifestábamos codo con codo contra la posibilidad de que Moscú fuera a poner orden en ese país. No nos dimos cuenta, los rojos, que todo “formaba parte de un plan”… Rídiculo, lo sé…

En esos años, se fue formando una consciencia cultural de izquierdas. Cantantes, actores, escritores, cineastas que trasladaban sus ideas, sus luchas a sus obras. Obras cuya difusión era masiva, porque el pueblo tenía que saber. Nos sentíamos orgullosos de comprar aquel disco de Guccini o ir a ver a Dario Fo actuar en un teatro.

El problema es que todos, incluido yo, nos convertimos en pequeños burgueses. Crecimos. El mundo cambió. La izquierda se hizo su hueco en el Establishment y la cultura, aquella de protestar y condenar la injusticia, se convirtió en élite, portadora única y positiva del virus de la Verdad. En resumidas cuentas, la izquierda dejó la calle. Y la derecha social se hizo con ella. En Francia fue Le Pen y su Frente Nacional, en Italia, llegó la Liga Norte, etc. La protesta, la voz “defensora”, maldecía al inmigrante, al diferente; proponía método para nada democrático para deshacerse del delincuente. Las crisis económicas le ofrecían a la derecha caldo de cultivo, gente cansada de los problemas que buscaba quienes le escuchasen. La izquierda se había ido a gobernar o a pactar. Ya no era izquierda, de hecho, era centro izquierda. Pactaba con “el diablo”.

Finalmente, la derecha, que había dejado la cultura en manos de los “rojos”, habló libremente de culturetas progres. Lo peor es que encima había un fondo de razón en todo eso. Los artistas, los intelectuales, se habían enrocado en sus fumaderos de opio virtuales, lugares de tertulia vacua.

Hablaban de la pobreza como del color de las cortinas de sus pisos de lujo. Mientras tanto, en la calle el “obrero del siglo XX” (y XXI) no tenía a nadie que le escuchara. O mejor, tenía a otros, que se aprovechaban de la situación y se colocaban donde antes estaba la Revolución.

Hay que decir que determinados fenómenos políticos reaccionarios gozaron de la aprobación tácita de la izquierda. Si el Frente Nacional prosperaba en Francia, al aparato socialista de Mitterrand le parecía bien, ya que dividía a la derecha y eso se notaba en las urnas.

Los exponentes de la cultura de izquierdas, a todo esto, se habían colocado en fila india delante de los Ministerios, con el fin de recaudar su generosa limosna para que pudiesen seguir manteniendo su opulento estilo de vida. Fueron alejándose del público, del pueblo. Y éste le dio la espalda.

Los representantes de la cultura entonces se permitieron el lujo de criticar a lo que ya se había transformado en la plebe. Si no compras mi libro, si no compras mis canciones, si no compras la entrada de mi película es porque no me entiendes. Eres ignorante.

El pueblucho, irritado, los miraba atónito. Se sentía desconectado, por traicionado. “Yo, que te puse allí, te di el megáfono para contar mi miseria y te financié, ahora soy ignorante”. El ignorante, entonces, votó a Berlusconi, hizo que Le Pen llegase a una segunda ronda en unas presidenciales francesas (¿verdad, Jospin?). Y hasta aquí puedo leer.

Soy de izquierdas. Lo sé… Por eso me indigno cuando veo que hay gente que se llena la boca con su ser progresista. Me indigno con su forma de hablar y aleccionar sin escuchar. Probablemente, la utopía de la Revolución, a día de hoy, debería empezar desde dentro. Porque lo peor de la “burguesía” lo tenemos en casa.

1 comentario:

Unknown dijo...

Se puede decir más alto, pero no más claro.. totalmente contigo caballero. A mi también me saca de quicio las coartadas ideológicas que usan jerga izquierdista para justificar a puros y duros dictadores (léase Chavez, Fidel, etc...)Cada vez tengo más la sensación de ser como el vaquero de la etiqueta de Levi's, con dos extremos tirando de mi(mira que usar eso como metáfora política, lo mío es pa hacérselo mirar), hay tanta idiotez, mediocridad y falsedad a izquierda, derecha y centro que a uno le dan ganas de mandarlo todo al garete, pero no debemos, eso es precisamente lo que quieren.. sigo pensando que aún hay una pequeña diferencia, una altura moral entre nosotros los rojos y los otros.