sábado, 20 de febrero de 2010

Éranse una vez los derechos de autor

La distribución de la riqueza entre los seres humanos sigue siendo, muy probablemente, el problema más grave de nuestra sociedad, recién introducida en el siglo XXI. No voy a entrar en materia, pero sí es importante tener en cuenta el agravio comparativo entre personas, en cuanto al acceso a los recursos económicos que representan no tanto el status si no la supervivencia, en la mayoría de los casos, y el desarrollo social y vital.

Sin embargo, si subimos en la Pirámide de Maslow y nos centramos en el supuesto primer mundo, o mundo desarrollado – está claro, bajo un punto de vista estrictamente occidental – notamos que la distribución de la riqueza toma matices completamente distintos y aún más complejos que la mera y trágica tarea de sustentarse nutricionalmente.

En nuestro mundo de algodón, la riqueza es económica, como no, pero la economía, en este caso, transforma en valor (o asset) más cosas que el intercambio más o menos libre de dinero. En las cuentas de cualquier empresa, todo tiene su valor y se considera como asset: bienes inmuebles, recursos humanos, infraestructura, productos, inventarios, etc. No solamente lo que se podría “monetizar”, sino también lo que aporta un valor mucho más delicado, como, y no podría ser de otra forma, la información.

De hecho, en el siglo pasado, la información se convirtió rápidamente en un valor tan intrínseco de la economía que produjo un cambio estratégico en la forma de producirla, por ejemplo, entre los propios medios de comunicación.

Gracias al poder de la información y su valor, se desarrolló inmediatamente una industria, formada por entidades corporativas que se encargan de transportar dicha información de un lado a otro. Emisor y receptor no podían que acudir a los intermediarios para que se les facilitase el transporte de la información.

La logística pasó así de algo rudimentario (el transporte por medios físicos lentos y poco fiables) a un nuevo modelo, basado en distintas plataformas, mucho más rápidas, casi inmediatas y rentables. El éter, el satélite, el cable, las líneas telefónicas, etc.

A finales del siglo XX, llegó Internet, mejorando aún más la distribución de la información en cuanto la velocidad y el alcance de ésta en términos globales de público receptor.

Ya lo sé. Todo esto no tiene mucha relación con los problemas del Tercer Mundo. Por lo menos a primera vista. Pero, si nos detenemos a pensarlo, es muy posible que la conexión sí que exista, ya que, en el mundo actual, la brecha tecnológica hace más patente el desequilibrio entre países desarrollados y subdesarrollados.

Internet, es obvio, arrancó con unas cuantas limitaciones, casi todas ellas técnicas, pero que fueron solucionadas a una velocidad pasmosa. Hasta tal punto que, por cada mejora que Internet proponía, quedaba más evidente su impacto en todas las áreas productivas del tejido macroeconómico.

Internet era, en sus principios, una red de información. Páginas Web de texto, correo electrónico, poco más. Según iba aumentando la penetración de la banda ancha en los hogares y las empresas, Internet se adaptaba, y con ella sus múltiples lenguajes, para incorporar contenido multimedia, auténtico impulsor de la información y de la comunicación.

El paso de Web 1.0 (yo busco una información y la leo y asimilo) a 2.0 (yo busco, comparto, creo y modifico la información) ocurrió, realmente, con el paso de un módem a 52 Kbps. a la banda ancha. Cuantas más cosas quepan en el “tubo”, más fácil es la bilateralidad de la comunicación.

Las llamadas conversaciones comenzaron a producirse de forma espontánea. Facebook, si lo pensamos, nació como comunidad de universitarios. Como todo en esta vida, cuando esta tendencia a la conversación se convirtió en una realidad tangible, pues allí surgió el “negocio”. Aprovecharse de las tendencias, es trivial, forma parte de las técnicas de marketing desde que éste existe.

¿Qué ocurre hoy? Sencillamente, la Red se ha convertido en un medio de transporte de la información para que los usuarios, a nivel corporativo o personal, compartan sus assets (sus valores informativos). Yo dispongo de esta información y la quiero compartir contigo, para que tú hagas lo mismo conmigo. Las generaciones más jóvenes, las que, digamos, han podido crecer en un mundo online, entienden que compartir es lo normal. De hecho, si lo pensamos, es así. Es lo natural. Hasta tal punto es así que los profesionales más jóvenes son hijos de esta forma de funcionar. Además, el medio, al adaptarse, lo facilita.

Pensemos en Google Docs, en los gestores de contenidos tipo Moodle para proyectos educacionales y un largo etcétera. La Red propone una cantidad enorme de herramientas para que el usuario comparta de la forma más transparente posible.

Ahora bien, el usuario comparte todo. Toda la información en sus manos, dentro de su criterio selectivo, es transmitida o, sencillamente, puesta a disposición de su comunidad. Sin embargo, de repente, el usuario se encuentra con que algunos de sus assets, legalmente, no pueden ser compartidos. Es cuando dos conceptos chocan entre sí, de manera irremediable, además.

Lo que no entiende el usuario es que, finalmente, el asset no es suyo. Comparte sus derechos con otros, los autores de esa información. Hasta este punto todo sería razonablemente entendible. El usuario está acostumbrado a compartir derechos de autor de forma gratuita, ya que lo que él o los miembros de su comunidad crean es algo que crece de manera colectiva, sin demasiados problemas de reconocimientos, porque el asset se convierte en un bien de la comunidad y no del individuo.

Lo chocante para el usuario es la prohibición para compartir, si no es a través del pago de los derechos de autor. Ahora es cuando el usuario se siente privado de su derecho a compartir libremente en su red de contactos.

El actual sistema de gestión de los derechos de autor poco tiene que compartir con el mundo online. De hecho, no está pensado para compartir. Ha sido desarrollado para cobrar. Mucho más que para velar por los derechos en sí.

El asset obra, como tal, no es protegido por la amenaza de que pierda su autoría. La entidad gestora, en un sentido general, cobra por el uso. Si el contenido luego pierde su autoría, la protección es ineficaz e inexistente.

Desde los primeros soportes de grabación, nunca se han desarrollado soluciones convincentes para evitar la piratería. A la cinta magnética se le aplicó un canon, como al CD y al DVD vírgenes, o a los discos duros y demás soportes digitales. Como la entidad no puede hacer nada para proteger la obra, lo único que intenta es cubrirse las espaldas cobrando de antemano por el supuesto uso fraudulento.

Mientras tanto, el usuario no entiende de copia o de duplicación. La copia no existe, sino que se propaga el contenido a través de Internet y punto. Llamémoslos bits, ficheros, sistemas de compresión, envoltorios o metadatos, pero la copia en sí ya desaparece.

¿Cuál es el problema real? Es evidente que el nuevo paradigma de sociedad de la información, conectada entre sí a todas horas y en cualquier lugar, nada tiene que ver con los esquemas antiguos de protección de derechos de propiedad intelectual.

La Red se ha desarrollado en un entorno de colaboración, mientras que los productores de contenidos y de información de siempre usan aún sistemas basados en la propiedad. En la Red, todo es de todos, en el entorno offline es de unos pocos.

No es una cuestión de justo o equivocado. Éste es el mayor de los errores que se suelen cometer. Nadie dice que el modelo Internet sea el correcto. De hecho, Internet no tiene un modelo, ¡tiene miles! Porque, realmente, Internet es el reflejo de miles de situaciones, comunidades y economías. Por eso, el entorno online agrega y no disciplina.

Al final, y con perdón por la vulgaridad, la putada es que o te amoldas o estás fuera de juego. En la pirámide de las necesidades de Internet, compartir es básico. Si no apuestas por un modelo de negocio colaborativo, no tienes ninguna oportunidad.

¿Cómo conciliar los dos mundos paralelos? Es imposible. Directamente, no existe una manera racional de que el usuario deje de compartir de forma gratuita ni hay manera de que el actual esquema de recaudación de derechos de autor pueda cuajar en la Red. Habría que empezar desde cero, pero empezando por incluir la palabra “gratis” entre las posibilidades de reproducción, copia y descarga.

Ya. Pero ¿qué pasa entonces con las actuales tiendas de contenidos online? Ésas sí que funcionan y no pone gratis en ningún contenido. Es que, en el fondo, es la prueba de que la diatriba se basa en una falacia. Si hay mercado, hay economía. El quid de la cuestión no se halla en que el usuario compre o no compre. El problema es que hay que aceptar que lo que compra es suyo, al 100%. Si el usuario compra una canción online, quiere, pretende poder compartirla luego con quién le dé la gana, sin costes adicionales, porque la considera verdaderamente suya. Es absolutamente inviable que al usuario se le exija seguir pagando una y otra vez y que, además, todo el proceso recaiga sobre él. Porque ¿quién se dedicaría a hacer el seguimiento de lo que el usuario hace con el contenido una vez que lo ha comprado?

Lo que pasa es que las instituciones se ven obligadas a legislar basándose en la presión que ejercen las industrias existentes. Es decir, un Gobierno se siente con la responsabilidad de proteger al tradicional sector de la producción de contenidos, porque es el que existe desde prácticamente siempre. Además, como una cosa afecta a la otra, también tiene que intervenir porque, por proteger los derechos de unos, está desequilibrando los de otros, por ejemplo, las empresas de telecomunicaciones, que son las que dan el acceso al mundo online.

Al que menos se protege es al usuario final, porque no se considera de igual manera como asset. Es más fácil identificar como asset a una industria que al consumidor. Bien, este razonamiento, en el fondo, lo que consigue es una legislación totalmente aséptica, basada en parches, y que, en ningún momento, asume que lo que está ocurriendo es que el mercado en sí ha cambiado. Se está favoreciendo la conservación de algo que no seguirá existiendo de la misma forma, bloqueando así el desarrollo natural de una transformación a paradigmas más actuales.

Lo que se consigue, entonces, es que no se genere auténtica riqueza, basada en modelos de negocio mucho más sostenibles. Es lo que pretende hacer la Unión Europea y, por ende, el Gobierno español.

La creación de contenidos es un elemento fundamental en el desarrollo de Internet. No se trata tan sólo de entertainment, ya que es infotainment. Cualquier actividad económica cuenta hoy con la necesidad de ser interactiva y multimedia. La antigua política corporativa del “éste es nuestro mensaje oficial” se deshizo en los últimos años por completo, para dar paso a la conversación global. Esto significa que los creadores de contenidos se convierten en algo más que autores. Son decisivos porque tienen el know-how necesario para crear información de valor añadido.

Es la comunicación que se convierte en multimedia. Y el usuario puede participar o replicar, ya que él también es hoy creador. De hecho, es mejor que nunca, porque, por primera vez, el usuario (en este caso, target) está disponible para interactuar con el emisor.

Por eso, cualquier forma de producción de contenidos se convierte en algo tan crucial para la sociedad que nos obliga a defenderla. El cine, la música, el vídeo, el sonido, la noticia, la radio, en fin, todo adquiere una importancia enorme, ya que dispone de un patio de butacas increíblemente grande. El arte y la cultura, por primera vez, pueden formar parte al cien por cien de la vida diaria en la sociedad actual. Pensemos que todo esto era imposible hace tan sólo 50 años.

Es que, hoy, parece ser que pocos entienden que Internet ha dado vida a una democratización en la comunicación. Y es tan importante su impacto en la sociedad que hasta el término globalización adquiere otros matices, mucho más humanos que la mera aglomeración de mercados. Por eso, el hecho de que la sociedad pueda actuar de manera mucho más eficaz y masiva en su desarrollo permitirá, sin duda alguna, mitigar las diferencias entre zonas geográficas. No soluciona el hambre en el mundo, pero baste con mirar los proyectos de cooperación que se han activado a través de Internet. La ayuda de las tecnologías a través de la conexión entre países desarrollados y zonas de peligro para el desarrollo del ser humano es absolutamente brutal. Y esto es solamente el principio, ya que la tecnología sí que puede acabar con el hambre en el mundo.

Con esto, no estoy intentando crear un falso motivo por el que asociar los problemas del Tercer Mundo con la protección de la propiedad intelectual. No existe esa conexión, está claro. Lo que intento transmitir es que hay que dejar de mirar a Internet como una amenaza, sino moverse y entender que, gracias a la madurez del mundo online, las perspectivas han cambiado.

El impacto sociológico es tan grande que realmente existe un antes y un después de Internet. Es la estructura misma de la sociedad que adquiere formas mucho más abiertas y más solidarias, tanto en su conciencia colectiva como en su forma de actuar, da igual que sea para trabajar, divertirse, estudiar o ayudar.

El productor de contenidos es casi un privilegiado, porque lo que hace es de un tremendo valor. Toda la infraestructura se está generando alrededor de su contenido. Me parece que es motivo suficiente para cambiar de rumbo y dejar de buscar la mera recaudación. Seguro que la rentabilidad está en otro lado.

Porque lo que el productor de contenidos no ve, o prefiere ignorar, es que es posible que se quede fuera. Lo que significaría su muerte empresarial. Porque, ya en la actualidad, está surgiendo una industria cultural paralela, que no basa su modelo de crecimiento en los derechos de sus obras, sino en la participación con el entorno. Son los nuevos e incipientes actores y, probablemente, son los que se resistan, dentro de unos años, a cambiar de este modelo actual al siguiente.

Es la normal reacción del usuario al ver cómo se le impide compartir y colaborar. Los nuevos operadores son igualmente usuarios, gente que ha sabido reconocer la oportunidad y empezar a llenar los huecos dejados por los que, en teoría, estaban allí antes y no quisieron dar el salto.

Mañana, no se van dejar de llenar los cines. La gente seguirá comprando discos, entradas de teatro, etc. Pero habrá dos culturas: una para la sociedad y otra exclusiva para sus propios autores. Qué pena, ¿no?

2 comentarios:

Mercè dijo...

Estoy de acuerdo contigo Marco. Los tiempos cambian y hay que saber adaptarse a ellos, las industrias de creación de contenidos sobre todo. Como dices han de existir e inventarse otras formas de obtener rentabilidad que no sea aplicando leyes restrictivas o cánones indiscriminados. Pero cualquier forma de obtener rentabilidad pasará por la creatividad, por crear nuevas formas de hacer negocio, y las industrias asentadas tienen una gran resistencia al cambio temerosas de perder su gran trozo de pastel (quizás ahora hayan trozos más pequeños...). Por cierto, la introducción de tu post sobre las desigualdades me ha recordado la cita de George Orwell en Rebelión en la granja: "Todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros" ;-)

Marco dijo...

Gracias por tu comentario. La verdad es que no estaba muy convencido de introducir el post de esa manera. Sin embargo, creí que era plausible, por el hecho de que me produce miedo y, a la vez, horror que se esté intentando aplicar la discriminación también en el ámbito de Internet.

Internet no es perfecto, ni mucho menos, pero, a través de ella, se han conseguido cosas inimaginables. Sigo con mucho interés proyectos online solidarios, que aplican las tecnologías para cambiar realmente las cosas. Lo bueno es que, con menos recursos, se pueden hacer más cosas. Y esto, para mí, es un cambio radical en la forma de pensar.

Luego, claro, en la misma Pirámide de Maslow, la discriminación se aplica a temas más "triviales". Pero creo que cualquier forma de cohartar los derechos fundamentales es nociva para la sociedad.

Un abrazo!