lunes, 22 de octubre de 2007

Domingo


El joven párroco no se esperaba tener que doblar las campanas ayer. Él no estaba para nada acostumbrado a eso actos festivos que su antecesor había convertido en una tradición para el pueblo de Maranello. Pero, de repente, pensó “¡qué narices! Yo también quiero entrar en la historia”.

Un hombre, ya casi en sus cincuenta años, conducía rápido por la autopista en su coche familiar, con un enorme corazón rojo atado a su techo y una hija nerviosa mirando el reloj: “papa, no llegamos…” Pero llegó, a las seis menos diez de la tarde.

La alcaldesa de Maranello decidió, no se sabe muy bien por qué, apuntarse a la retransmisión en el auditorio municipal. No imaginaba tener que atender a los medios de comunicación después de la carrera. “Estoy orgullosa… Qué alegría, conciudadanos”.

Mientras tanto, en Brasil, un asturiano algo bajito consumaba su venganza. Qué feliz se le veía por haber perdido.

Otro piloto, inglés de orígenes caribeñas, se quedaba callado, perplejo, y no tenía claro si el autor de su derrota era él mismo o ese compañero de equipo tan raro, incapaz de adaptarse al perfecto estilo inglés, que consiste en “yo, inglés, gano y tú, españolito, te callas”.

Por cierto, un arrogante gentleman, de nombre Ron, jugaba su última carta, volviendo a los despachos que tantos favores le habían hecho ese año, incapaz de aceptar la derrota que, debido a su magnitud, se podía comparar al mayor de los éxitos. Unos comisarios, amenazando dimitir todos, le decían “Ron, límpiate el culo con ese recurso”.

Iceman, a todo esto, esbozaba una sonrisa mientras un grupo de exaltados vestidos de rojo le vitoreaban, cantando, a la vez, el Himno de Mameli. Él lo había conseguido. Era campeón del mundo y, sin querer, había vuelto a colocar las cosas en su sitio. La justicia, que no salió de los tribunales, fue otra vez protagonista en una apacible tarde en Interlagos.

Mientras, en Maranello, pequeño pueblo de la provincia de Módena, el cura se preguntaba durante cuánto tiempo tenía que doblar las campanas de su iglesia, el hombre del corazón y la hija inquieta gritaba “siempre que traigo el corazón Ferrari gana” y la alcaldesa disfrutaba de todo ese protagonismo inesperado.

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