lunes, 15 de octubre de 2007

Cher Lasalle,

Permítame dirigirme a Su Excelencia de esta forma familiar, mas la sorpresa de encontrarme con su comentario a la entrada La lectura (28 de agosto) me causa nostalgia y alegría, por leer las palabras de un antiguo compañero de armas.

La verdad es que usted y yo no coincidimos demasiado, también debido a su temprana muerte, tras la batalla de Wagram, en 1809. Pero sí estuvimos juntos en una de las más truculentas acciones de guerra jamás vistas, en Eylau. “¡Qué masacre! Y sin resultado”, tal y como exclamé al comprobar el campo de batalla, una vez terminada la contienda. Con lo cual, usted y yo sabemos lo que es el horror de la guerra y el hedor de los cadáveres de compañeros y enemigos.

En el fondo, yo siempre le he envidiado. Porque su muerte le ha supuesto dos grandes ventajas, especialmente si me comparo a usted. Algo que, me crea, hice muchas veces cuando los acontecimientos para mí y para Francia precipitaron tras los Cien Días.

Yo le envidio porque murió en el campo de batalla, con una inmejorable reputación. El mejor general de caballería ligera, se decía. Sus Húsares los conocían como la Brigada Infernal. Y, para un húsar como yo, ésas son palabras de amor.

Pero también le envidio porque usted vivió la época en la que nuestras gestas se reconocían tanto por las hazañas en el campo de batalla como por esos actos de locura temporal, que hacían de nosotros auténticas leyendas.

De hecho, legendaria es la vez que se infiltró en territorio austriaco con tal de ver a su querida marquesa vicentina, para luego volver al campamento jactándose por haber robado un caballo al enemigo en su golfa visita.

Sin embargo, mis gestas y mis actos de devoción a la causa de nuestro Emperador quedaron en entredicho por la hipocresía de una clase política que nunca me perdonó mis humildes orígenes. Además, de una manera bastante contradictoria. Me acusaron de haber traicionado dos veces a Francia; por haber apoyado a Napoleón y por haber sido el responsable de su trágica derrota en Waterloo.

Antes de condenarme a muerte, nadie se acordó de cuando fui el último en cruzar el puente de Kovno y, como consecuencia, el último soldado Francés en abandonar Rusia, al mando de la retaguardia de La Grande Armée. Por eso, el Emperador me llamó “le brave des braves”, el valiente entre los valientes.

Sabe, yo nunca fui muy diplomático. Yo tuve el valor de enfrentarme a Napoleón y pedirle solemnemente que abdicara y dejara el mando del ejército. Pero también me uní a él en su última campaña, en la que la debacle fue también personal para mí. Porque yo ordené la carga contra una batería de artillería en Les Quatre Bras sin infantería de apoyo.

Me llamaron loco, insensato y, sin embargo, nadie dijo que, cuando ordené la entrada de la infantería, ésta no estaba. El mismísimo Emperador la había utilizado en otra parte sin informarme, en su obstinado (y obtuso, permítame el reproche) intento de romper el centro del frente enemigo.

Sin poder destruir las baterías, me encontré sin caballo (perdí mis cinco ese día) golpeando mi espada contra los cañones, tanta era mi impotencia ante esas bocas de hierro calladas que, una vez que nos echó el enemigo, volvieron a causar estragos entre nuestros hombres.

Pero no volveré a justificar mis actos. Ya lo hice en una epistolar inútil, con el único fin de salvar mi honor. Yo sólo digo que fui fiel a todos: a Francia, a Bonaparte, a mis compañeros, pero sobre todo a mis hombres.

Después de todo, mis verdugos fueron cómplices como yo de un orden nuevo, que sentaba bien a todo el mundo en Francia. Seguimos todos al mismo visionario, pero pocos nos quedamos con él cuando la lucidez se convirtió en el afán desesperado por recuperar su sueño.

Fíjese, Excelencia, hasta qué punto es injusta la historia conmigo que ni muerto me dejan descansar, alegando que me salvé del fusilamiento para convertirme en maestro de escuela en Estados Unidos. Yo, un maestro, con este carácter justamente de hombre impetuoso, impaciente y poco atento a los equilibrios de las relaciones personales. Ese carácter que me llevó a la insubordinación en la campaña de la Guerra de la Península.

No, Señores. Yo sólo pude morir de una forma: ordenando el fuego a mi pelotón de ejecución.

Hoy, tras leer sus pocas líneas, por lo menos, he vuelto a recordar los momentos arduos aunque felices, cuando Europa estaba a nuestros pies, como lo estaban los que iban a llamarme traidor.

Un saludo, querido Conde.
Un abrazo fraternal entre Húsares.

Michel Ney
Mariscal de Francia
Príncipe de Moscowa
Duque de Elchingen

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Querido amigo:
Cuánto honor! Creo que mi humilde participación no merecía tanto.
Me agasaja hablando de los viejos tiempos, que, por supuesto, sabe que tanto me gusta recordar. Tiempos en los que honor y la valentía justificaban la vida de un hombre. Recuerdo que después de una noche de borrachera dije que todo húsar que no estuviera dispuesto a morir a los treinta años era un jean-foutre. Creo que lo que puede sonar a fanfarronada de soldado define muy bien el espíritu de la época. Algunos dijeron que mi muerte fue una imprudencia, pero supongo que toda mi vida lo fue. Y le aseguro, querido amigo, que si viviera otra vez, no cambiaría un ápice de todo lo que hice. Ni tan siquiera esa "estúpida" muerte a manos de aquel maldito granadero hungaro…
Pero dese cuenta, camarada, aburrimos a la gente con nuestra nostálgica cháchara. Ya casi nadie recuerda quiénes fuímos, ni tan siquiera lo que conseguimos. No se engañe, los niños ya no quieren ser húsares, prefieren ser Ronaldinho…
En fin, creo que es hora ya de recojer mi viejo dolmán y retirarme. Como siempre, ha sido un auténtico placer leerle.

Su más humilde servidor
General Antoine Charles Louis, Conde de Lasalle

Pdta: ¿Conocía mi Société des Assoiffés? Investigue, seguro que le divierte el resultado…

Anónimo dijo...

Soys unos frikis los dos. Pero cuanta verdad hay en estas palabras del Cond de Lasalle:

"Pero dese cuenta, camarada, aburrimos a la gente con nuestra nostálgica cháchara. Ya casi nadie recuerda quiénes fuímos, ni tan siquiera lo que conseguimos"

¿Qué es lo siguiente... Océano Mar?

Anónimo dijo...

Querido niño molesto,

La crítica mordaz es un arte difícil de dominar. Empieza por el silencio y la reflexión, con el fin de medir las palabras y entender su oportunidad.

Pero, sobre todo, la crítica tiene que llegar a tiempo para ser eficaz. De hecho, el campo de batalla te enseña que una carga o un ataque, si llega tarde, es una catástrofe y se vuelve en contra de quien lo libra.

Sé que Usted, dada su audacia, aceptará esta reflexión y la convertirá en buen consejo, en cómo evitar hacer el ridículo.

Atentamente,
Marical Davout

Anónimo dijo...

Querido Mariscal,

Reflexiono y acepto su humilde consejo, lamentando que haya sido nuestro gran anfitrión el que haya decidido callar y privarnos de la lectura a la que nos empezaba a tener acostumbrados...
Atentamente

Niño molesto