jueves, 25 de febrero de 2010
¿Me dejas que te cuente?
sábado, 20 de febrero de 2010
Éranse una vez los derechos de autor
Sin embargo, si subimos en la Pirámide de Maslow y nos centramos en el supuesto primer mundo, o mundo desarrollado – está claro, bajo un punto de vista estrictamente occidental – notamos que la distribución de la riqueza toma matices completamente distintos y aún más complejos que la mera y trágica tarea de sustentarse nutricionalmente.
En nuestro mundo de algodón, la riqueza es económica, como no, pero la economía, en este caso, transforma en valor (o asset) más cosas que el intercambio más o menos libre de dinero. En las cuentas de cualquier empresa, todo tiene su valor y se considera como asset: bienes inmuebles, recursos humanos, infraestructura, productos, inventarios, etc. No solamente lo que se podría “monetizar”, sino también lo que aporta un valor mucho más delicado, como, y no podría ser de otra forma, la información.
De hecho, en el siglo pasado, la información se convirtió rápidamente en un valor tan intrínseco de la economía que produjo un cambio estratégico en la forma de producirla, por ejemplo, entre los propios medios de comunicación.
Gracias al poder de la información y su valor, se desarrolló inmediatamente una industria, formada por entidades corporativas que se encargan de transportar dicha información de un lado a otro. Emisor y receptor no podían que acudir a los intermediarios para que se les facilitase el transporte de la información.
La logística pasó así de algo rudimentario (el transporte por medios físicos lentos y poco fiables) a un nuevo modelo, basado en distintas plataformas, mucho más rápidas, casi inmediatas y rentables. El éter, el satélite, el cable, las líneas telefónicas, etc.
A finales del siglo XX, llegó Internet, mejorando aún más la distribución de la información en cuanto la velocidad y el alcance de ésta en términos globales de público receptor.
Ya lo sé. Todo esto no tiene mucha relación con los problemas del Tercer Mundo. Por lo menos a primera vista. Pero, si nos detenemos a pensarlo, es muy posible que la conexión sí que exista, ya que, en el mundo actual, la brecha tecnológica hace más patente el desequilibrio entre países desarrollados y subdesarrollados.
Internet, es obvio, arrancó con unas cuantas limitaciones, casi todas ellas técnicas, pero que fueron solucionadas a una velocidad pasmosa. Hasta tal punto que, por cada mejora que Internet proponía, quedaba más evidente su impacto en todas las áreas productivas del tejido macroeconómico.
Internet era, en sus principios, una red de información. Páginas Web de texto, correo electrónico, poco más. Según iba aumentando la penetración de la banda ancha en los hogares y las empresas, Internet se adaptaba, y con ella sus múltiples lenguajes, para incorporar contenido multimedia, auténtico impulsor de la información y de la comunicación.
El paso de Web 1.0 (yo busco una información y la leo y asimilo) a 2.0 (yo busco, comparto, creo y modifico la información) ocurrió, realmente, con el paso de un módem a 52 Kbps. a la banda ancha. Cuantas más cosas quepan en el “tubo”, más fácil es la bilateralidad de la comunicación.
Las llamadas conversaciones comenzaron a producirse de forma espontánea. Facebook, si lo pensamos, nació como comunidad de universitarios. Como todo en esta vida, cuando esta tendencia a la conversación se convirtió en una realidad tangible, pues allí surgió el “negocio”. Aprovecharse de las tendencias, es trivial, forma parte de las técnicas de marketing desde que éste existe.
¿Qué ocurre hoy? Sencillamente, la Red se ha convertido en un medio de transporte de la información para que los usuarios, a nivel corporativo o personal, compartan sus assets (sus valores informativos). Yo dispongo de esta información y la quiero compartir contigo, para que tú hagas lo mismo conmigo. Las generaciones más jóvenes, las que, digamos, han podido crecer en un mundo online, entienden que compartir es lo normal. De hecho, si lo pensamos, es así. Es lo natural. Hasta tal punto es así que los profesionales más jóvenes son hijos de esta forma de funcionar. Además, el medio, al adaptarse, lo facilita.
Pensemos en Google Docs, en los gestores de contenidos tipo Moodle para proyectos educacionales y un largo etcétera. La Red propone una cantidad enorme de herramientas para que el usuario comparta de la forma más transparente posible.
Ahora bien, el usuario comparte todo. Toda la información en sus manos, dentro de su criterio selectivo, es transmitida o, sencillamente, puesta a disposición de su comunidad. Sin embargo, de repente, el usuario se encuentra con que algunos de sus assets, legalmente, no pueden ser compartidos. Es cuando dos conceptos chocan entre sí, de manera irremediable, además.
Lo que no entiende el usuario es que, finalmente, el asset no es suyo. Comparte sus derechos con otros, los autores de esa información. Hasta este punto todo sería razonablemente entendible. El usuario está acostumbrado a compartir derechos de autor de forma gratuita, ya que lo que él o los miembros de su comunidad crean es algo que crece de manera colectiva, sin demasiados problemas de reconocimientos, porque el asset se convierte en un bien de la comunidad y no del individuo.
Lo chocante para el usuario es la prohibición para compartir, si no es a través del pago de los derechos de autor. Ahora es cuando el usuario se siente privado de su derecho a compartir libremente en su red de contactos.
El actual sistema de gestión de los derechos de autor poco tiene que compartir con el mundo online. De hecho, no está pensado para compartir. Ha sido desarrollado para cobrar. Mucho más que para velar por los derechos en sí.
El asset obra, como tal, no es protegido por la amenaza de que pierda su autoría. La entidad gestora, en un sentido general, cobra por el uso. Si el contenido luego pierde su autoría, la protección es ineficaz e inexistente.
Desde los primeros soportes de grabación, nunca se han desarrollado soluciones convincentes para evitar la piratería. A la cinta magnética se le aplicó un canon, como al CD y al DVD vírgenes, o a los discos duros y demás soportes digitales. Como la entidad no puede hacer nada para proteger la obra, lo único que intenta es cubrirse las espaldas cobrando de antemano por el supuesto uso fraudulento.
Mientras tanto, el usuario no entiende de copia o de duplicación. La copia no existe, sino que se propaga el contenido a través de Internet y punto. Llamémoslos bits, ficheros, sistemas de compresión, envoltorios o metadatos, pero la copia en sí ya desaparece.
¿Cuál es el problema real? Es evidente que el nuevo paradigma de sociedad de la información, conectada entre sí a todas horas y en cualquier lugar, nada tiene que ver con los esquemas antiguos de protección de derechos de propiedad intelectual.
La Red se ha desarrollado en un entorno de colaboración, mientras que los productores de contenidos y de información de siempre usan aún sistemas basados en la propiedad. En la Red, todo es de todos, en el entorno offline es de unos pocos.
No es una cuestión de justo o equivocado. Éste es el mayor de los errores que se suelen cometer. Nadie dice que el modelo Internet sea el correcto. De hecho, Internet no tiene un modelo, ¡tiene miles! Porque, realmente, Internet es el reflejo de miles de situaciones, comunidades y economías. Por eso, el entorno online agrega y no disciplina.
Al final, y con perdón por la vulgaridad, la putada es que o te amoldas o estás fuera de juego. En la pirámide de las necesidades de Internet, compartir es básico. Si no apuestas por un modelo de negocio colaborativo, no tienes ninguna oportunidad.
¿Cómo conciliar los dos mundos paralelos? Es imposible. Directamente, no existe una manera racional de que el usuario deje de compartir de forma gratuita ni hay manera de que el actual esquema de recaudación de derechos de autor pueda cuajar en la Red. Habría que empezar desde cero, pero empezando por incluir la palabra “gratis” entre las posibilidades de reproducción, copia y descarga.
Ya. Pero ¿qué pasa entonces con las actuales tiendas de contenidos online? Ésas sí que funcionan y no pone gratis en ningún contenido. Es que, en el fondo, es la prueba de que la diatriba se basa en una falacia. Si hay mercado, hay economía. El quid de la cuestión no se halla en que el usuario compre o no compre. El problema es que hay que aceptar que lo que compra es suyo, al 100%. Si el usuario compra una canción online, quiere, pretende poder compartirla luego con quién le dé la gana, sin costes adicionales, porque la considera verdaderamente suya. Es absolutamente inviable que al usuario se le exija seguir pagando una y otra vez y que, además, todo el proceso recaiga sobre él. Porque ¿quién se dedicaría a hacer el seguimiento de lo que el usuario hace con el contenido una vez que lo ha comprado?
Lo que pasa es que las instituciones se ven obligadas a legislar basándose en la presión que ejercen las industrias existentes. Es decir, un Gobierno se siente con la responsabilidad de proteger al tradicional sector de la producción de contenidos, porque es el que existe desde prácticamente siempre. Además, como una cosa afecta a la otra, también tiene que intervenir porque, por proteger los derechos de unos, está desequilibrando los de otros, por ejemplo, las empresas de telecomunicaciones, que son las que dan el acceso al mundo online.
Al que menos se protege es al usuario final, porque no se considera de igual manera como asset. Es más fácil identificar como asset a una industria que al consumidor. Bien, este razonamiento, en el fondo, lo que consigue es una legislación totalmente aséptica, basada en parches, y que, en ningún momento, asume que lo que está ocurriendo es que el mercado en sí ha cambiado. Se está favoreciendo la conservación de algo que no seguirá existiendo de la misma forma, bloqueando así el desarrollo natural de una transformación a paradigmas más actuales.
Lo que se consigue, entonces, es que no se genere auténtica riqueza, basada en modelos de negocio mucho más sostenibles. Es lo que pretende hacer la Unión Europea y, por ende, el Gobierno español.
La creación de contenidos es un elemento fundamental en el desarrollo de Internet. No se trata tan sólo de entertainment, ya que es infotainment. Cualquier actividad económica cuenta hoy con la necesidad de ser interactiva y multimedia. La antigua política corporativa del “éste es nuestro mensaje oficial” se deshizo en los últimos años por completo, para dar paso a la conversación global. Esto significa que los creadores de contenidos se convierten en algo más que autores. Son decisivos porque tienen el know-how necesario para crear información de valor añadido.
Es la comunicación que se convierte en multimedia. Y el usuario puede participar o replicar, ya que él también es hoy creador. De hecho, es mejor que nunca, porque, por primera vez, el usuario (en este caso, target) está disponible para interactuar con el emisor.
Por eso, cualquier forma de producción de contenidos se convierte en algo tan crucial para la sociedad que nos obliga a defenderla. El cine, la música, el vídeo, el sonido, la noticia, la radio, en fin, todo adquiere una importancia enorme, ya que dispone de un patio de butacas increíblemente grande. El arte y la cultura, por primera vez, pueden formar parte al cien por cien de la vida diaria en la sociedad actual. Pensemos que todo esto era imposible hace tan sólo 50 años.
Es que, hoy, parece ser que pocos entienden que Internet ha dado vida a una democratización en la comunicación. Y es tan importante su impacto en la sociedad que hasta el término globalización adquiere otros matices, mucho más humanos que la mera aglomeración de mercados. Por eso, el hecho de que la sociedad pueda actuar de manera mucho más eficaz y masiva en su desarrollo permitirá, sin duda alguna, mitigar las diferencias entre zonas geográficas. No soluciona el hambre en el mundo, pero baste con mirar los proyectos de cooperación que se han activado a través de Internet. La ayuda de las tecnologías a través de la conexión entre países desarrollados y zonas de peligro para el desarrollo del ser humano es absolutamente brutal. Y esto es solamente el principio, ya que la tecnología sí que puede acabar con el hambre en el mundo.
Con esto, no estoy intentando crear un falso motivo por el que asociar los problemas del Tercer Mundo con la protección de la propiedad intelectual. No existe esa conexión, está claro. Lo que intento transmitir es que hay que dejar de mirar a Internet como una amenaza, sino moverse y entender que, gracias a la madurez del mundo online, las perspectivas han cambiado.
El impacto sociológico es tan grande que realmente existe un antes y un después de Internet. Es la estructura misma de la sociedad que adquiere formas mucho más abiertas y más solidarias, tanto en su conciencia colectiva como en su forma de actuar, da igual que sea para trabajar, divertirse, estudiar o ayudar.
El productor de contenidos es casi un privilegiado, porque lo que hace es de un tremendo valor. Toda la infraestructura se está generando alrededor de su contenido. Me parece que es motivo suficiente para cambiar de rumbo y dejar de buscar la mera recaudación. Seguro que la rentabilidad está en otro lado.
Porque lo que el productor de contenidos no ve, o prefiere ignorar, es que es posible que se quede fuera. Lo que significaría su muerte empresarial. Porque, ya en la actualidad, está surgiendo una industria cultural paralela, que no basa su modelo de crecimiento en los derechos de sus obras, sino en la participación con el entorno. Son los nuevos e incipientes actores y, probablemente, son los que se resistan, dentro de unos años, a cambiar de este modelo actual al siguiente.
Es la normal reacción del usuario al ver cómo se le impide compartir y colaborar. Los nuevos operadores son igualmente usuarios, gente que ha sabido reconocer la oportunidad y empezar a llenar los huecos dejados por los que, en teoría, estaban allí antes y no quisieron dar el salto.
Mañana, no se van dejar de llenar los cines. La gente seguirá comprando discos, entradas de teatro, etc. Pero habrá dos culturas: una para la sociedad y otra exclusiva para sus propios autores. Qué pena, ¿no?
miércoles, 17 de febrero de 2010
Tú cobras, luego yo no pago
lunes, 15 de febrero de 2010
Que me han pillado desprevenido...
Muy buena, sir Álex...
24ª edición de los Premios Goya. Celda 211 que gana ocho estatuillas. Buenafuente que ameniza una gala que, durante años, aburría y aburría y aburría. Álex de la Iglesia, contundente, inaugura su presidencia con un discurso muy potente y que, en realidad, tampoco dice nada, pero, sinceramente, mejor que las pajas mentales de su antecesora (guionista, por cierto).
Fue la fiesta del cine español y, la verdad, este año había que celebrar un ejercicio repleto de éxitos de taquilla. Y fiesta fue, realmente, y sin anuncios, encima (bueno, con pequeños recopilatorios cada equis premios para que los presentes pudieran ir al servicio o echarse un pitillo).
La vi desde mi sofá, con una cervecita bien fresquita y una bolsa de patatas. No tenía palomitas, pero qué más da. Mis crujidos no iban a molestar a nadie en “la sala”… Me entretuvo un principio explosivo de Andreu Buenafuente; me hizo reír, quitándome un poco la suspicacia por una gala que, por lo general, me da mucha pereza.
Celda 211, se decía, fue la triunfadora de la noche y creo que es algo más que merecido, porque es una película de muchas facetas, arriesgada en varios sentidos, que me llenó cuando fui a verla.
También me alegro por Ágora y por Amenábar. Creo que el esfuerzo realizado por producir por 50 y pico millones de euros va recompensado. Hay que echarle “huevos” (perdonad la vulgaridad); mucho mejor que quejarse. Ya, ¿pero cuántos se pueden permitir ese lujo? Pues pocos, pero Celda 211, REC 2, Yo, también, Gordos (y su rodaje por fases) y Planet 51 (la más cara, sí señor), cada una tiene su aquel por el que han sido premiadas por el público.
Ha sido fiesta, decíamos, porque la ocasión lo merecía. Hasta el teatro tragicómico de la reconciliación entre Almodóvar y la Academia tuvo su importancia. Que el icono del cine español no sea académico no tiene que ser excusa. El “carné de socio” se le tiene que dar a pesar de que él lo quiera o no… Pero muy buena, Sir Álex, muy buena…
También me alegré muchísimo por Luis Tosar al que le echo en cara no llamarse Louis Tosingdale… Se llevaría Oscar a mansalva… Me da pena por Antonio de la Torre, pero creo que su premio tan sólo se ha postergado un par de ediciones.
Sinceramente, la gala fue relajante, sin tensiones, sin críticas exacerbadas, sin Ley antidescargas, sin cánones, sin lloriqueos. Así es como tiene que ser. Porque es la única forma de volver a estimular el talento en el cine que marcó un antes y un después, desde los años 80, con su vigor y creatividad, en toda Europa y más allá (estoy de buzz hasta los… chiste totalmente friki que me niego a explicar). Honestamente, las últimas cosechas tampoco eran tan buenas, dicho sea de paso.
Un par de incisos. Un enhorabuena a Mapa Pastor, mejor montaje con Celda 211. Es un premio fetiche para mí, ya que mi padre fue montador (de moviola, of course…).
Y un enhorabuena a mi amigo Pablo, primer ayudante de montaje de Planet 51. El Goya al mejor largometraje de animación es también suyo. Que le sirva para llegar a ser el gran montador que todos sabemos que tiene dentro.
lunes, 8 de febrero de 2010
Ciao Ballerini!

Utopía y revolución
Desde que tuve uso de razón, me interesó la política, las corrientes y sus teorías. Además, vengo de un país, Italia, que, cuando empecé el instituto, se definía por una cierta exasperación ideológica en las aulas. O bien eras de derechas (más bien fachón) o bien eras de izquierdas (más bien estalinista...). De hecho, la revisión de la época de Stalin estaba ocurriendo en aquellos años y aún no había descendido a las calles, sino más bien era un debate abierto en el aparato.
Los años sesenta y setenta del siglo pasado marcaron un antes y un después en la izquierda europea. Si nos fijamos, los socialistas y los comunistas de hoy son el producto de aquellos años convulsos. En España, a mediados de los setenta, se iniciaba un proceso que llevaría a la Transición. En Italia, el PCI pasaba por una fase de catarsis por la que se hacía autocrítica en cuanto al apoyo mutuo entre el partido en Italia y Moscú. Estábamos hablando del partido comunista más importante en Occidente, financiado durante años por los gobiernos soviéticos (dentro de la cada vez más improbable Internacional Socialista), a la vez que la Democracia Cristiana había recibido fondos y apoyo de la CIA, desde las primeras elecciones libres desde la caída del fascismo, en 1948. Tan libres no fueron, porque su resultado fue voluntariamente alterado gracias a la ayuda del servicio secreto norteamericano.
En 1992, me acuerdo de haber visitado un pequeño arsenal (Santa Bárbara) cerca de la Casa del Popolo de un pueblo de la región roja por antonomasia, Emilia Romagna. Estaba llena de rifles y armas que probablemente eran ya inservibles. La mayoría databa de la Segunda Guerra Mundial y habían servido a la causa Partisana. Eran los rastros indelebles de la confrontación ideológica que marcó un siglo, el XX.
Mientras tanto, se descubría que “la otra parte” también disponía de un aparato paralelo, con un grupo subversivo llamado Gladio, creado por si había “Revolución” en Italia.
La Revolución, esa gran utopía, gracias a la cual todo adolescente rojo como yo soñaba con un mundo mejor en el que “reeducar” al pequeño burgués. Hoy, si lo pienso, me río o, por lo menos, sonrío por esa actitud ingenua.
Pienso en todo ello por un artículo de El País en el que Antonio Muñoz Molina recuerda los setenta españoles y el mito de Mao, mientras éste convertía la Revolución Cultural en el horror del que todos hoy somos conscientes. Me acordaba de mí mismo viendo con orgullo una pintada en la fachada del edificio de enfrente a mi instituto milanés. Ponía mi nombre, el tercero, en la lista de los condenados a muerte por los fachas. ¡Lo logré en primero! Ya era un enemigo del sistema. Con catorce añitos.
Eran otros tiempos, nunca mejor dicho. Vivíamos aún en la Guerra Fría. Menos mal. Pero, como herencia de aquella época, me acuerdo de cómo la izquierda estaba presente en las calles. Ser de izquierdas significaba estar donde estaba el problema para la gente de a pie. Luchabas (metafóricamente, la mayoría de las veces) contra el yugo de la “casta”. La justicia social era la bandera. Hasta tal punto que la Iglesia Católica reaccionó creando movimientos juveniles muy parecidos a los nuestros, los rojos, y los convirtió en Comunione e Liberazione. Era la primera vez que podía comprobar los efectos de que un Papa del Opus llegase al Vaticano, Juan Pablo II. Esos movimientos hacían suyos conceptos, ideas y canciones. Era una manera muy astuta de infiltrarse y ganar acólitos.
Todo empezó con Polonia, con Solidarnosc. Comunistas y católicos, de repente, nos manifestábamos codo con codo contra la posibilidad de que Moscú fuera a poner orden en ese país. No nos dimos cuenta, los rojos, que todo “formaba parte de un plan”… Rídiculo, lo sé…
En esos años, se fue formando una consciencia cultural de izquierdas. Cantantes, actores, escritores, cineastas que trasladaban sus ideas, sus luchas a sus obras. Obras cuya difusión era masiva, porque el pueblo tenía que saber. Nos sentíamos orgullosos de comprar aquel disco de Guccini o ir a ver a Dario Fo actuar en un teatro.
El problema es que todos, incluido yo, nos convertimos en pequeños burgueses. Crecimos. El mundo cambió. La izquierda se hizo su hueco en el Establishment y la cultura, aquella de protestar y condenar la injusticia, se convirtió en élite, portadora única y positiva del virus de la Verdad. En resumidas cuentas, la izquierda dejó la calle. Y la derecha social se hizo con ella. En Francia fue Le Pen y su Frente Nacional, en Italia, llegó la Liga Norte, etc. La protesta, la voz “defensora”, maldecía al inmigrante, al diferente; proponía método para nada democrático para deshacerse del delincuente. Las crisis económicas le ofrecían a la derecha caldo de cultivo, gente cansada de los problemas que buscaba quienes le escuchasen. La izquierda se había ido a gobernar o a pactar. Ya no era izquierda, de hecho, era centro izquierda. Pactaba con “el diablo”.
Finalmente, la derecha, que había dejado la cultura en manos de los “rojos”, habló libremente de culturetas progres. Lo peor es que encima había un fondo de razón en todo eso. Los artistas, los intelectuales, se habían enrocado en sus fumaderos de opio virtuales, lugares de tertulia vacua.
Hablaban de la pobreza como del color de las cortinas de sus pisos de lujo. Mientras tanto, en la calle el “obrero del siglo XX” (y XXI) no tenía a nadie que le escuchara. O mejor, tenía a otros, que se aprovechaban de la situación y se colocaban donde antes estaba la Revolución.
Hay que decir que determinados fenómenos políticos reaccionarios gozaron de la aprobación tácita de la izquierda. Si el Frente Nacional prosperaba en Francia, al aparato socialista de Mitterrand le parecía bien, ya que dividía a la derecha y eso se notaba en las urnas.
Los exponentes de la cultura de izquierdas, a todo esto, se habían colocado en fila india delante de los Ministerios, con el fin de recaudar su generosa limosna para que pudiesen seguir manteniendo su opulento estilo de vida. Fueron alejándose del público, del pueblo. Y éste le dio la espalda.
Los representantes de la cultura entonces se permitieron el lujo de criticar a lo que ya se había transformado en la plebe. Si no compras mi libro, si no compras mis canciones, si no compras la entrada de mi película es porque no me entiendes. Eres ignorante.
El pueblucho, irritado, los miraba atónito. Se sentía desconectado, por traicionado. “Yo, que te puse allí, te di el megáfono para contar mi miseria y te financié, ahora soy ignorante”. El ignorante, entonces, votó a Berlusconi, hizo que Le Pen llegase a una segunda ronda en unas presidenciales francesas (¿verdad, Jospin?). Y hasta aquí puedo leer.
Soy de izquierdas. Lo sé… Por eso me indigno cuando veo que hay gente que se llena la boca con su ser progresista. Me indigno con su forma de hablar y aleccionar sin escuchar. Probablemente, la utopía de la Revolución, a día de hoy, debería empezar desde dentro. Porque lo peor de la “burguesía” lo tenemos en casa.