miércoles, 30 de septiembre de 2009

Más que un coche

Es oficial. Fernando Alonso será, al fin y tras rumores que han durado casi tres años, piloto oficial de la scuderia Ferrari. El Cavallino Rampante, por segunda vez en su historia, contará con un piloto español, en este caso el mejor de la parrilla actual. Un matrimonio anunciado, con el beneplácito del Santander, próximo sponsor oficial del equipo de Maranello.

Tras todo lo ocurrido en el pasado, me gustaría desearle suerte a Alonso. Formará parte de algo único, indescriptible, y le seguirá una pasión que nunca ha conocido antes. También le insto a asumir una responsabilidad que se le supone a todo piloto en rosso, porque formará parte de la leyenda del automovilismo mundial.

Ferrari es el motor que hace vibrar a niños y mayores, en toda Italia. Es una fe. Es un ruido ensordecedor que hace que todo italiano recuerde la poesía de un doce cilindros que ya pasó a la historia. Es un cura enloquecido que dobla las campanas cada vez que una Rossa llega primera a la meta.

Los que adoramos Ferrari queremos pilotos que lo den todo y más. A Felipe Massa le perdonamos los fallos porque, si hace falta, se la juega. A Kimi Raikkonen no le quisimos nunca, a pesar de ser mejor que el brasileño; le respetamos y le estamos agradecidos por un título ganado in extremis. Pero nada más. Sin embargo, nosotros vivimos por Gilles Villeneuve, por Enzo Ferrari, símbolo de una Italia en reconstrucción, pero que forjó la leyenda que todos admiran.

Pesa mucho, la Rossa. Es un coche difícil de conducir porque te acompañan 60 millones de personas. A lo mejor, no lo celebramos como una victoria de la selección de fútbol. A lo mejor, es que lo llevamos mucho más adentro. Y, a pesar de que la Fórmula 1 actual es un soberano coñazo, cuando vemos a un piloto subido en ese bólido, derrapar por sacarle una centésima más, no podemos evitar vibrar con él.

Forza Alonso! Forza Ferrari!
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martes, 29 de septiembre de 2009

Polanski sí, Polanski no

Leo que la comunidad cinematográfica mundial está haciendo un llamamiento para que la justicia de Estados Unidos indulte a Roman Polanski, a punto de ser extraditado desde Suiza. El director polaco francés fue acusado de haber violado a una menor de edad, allá por el año 1977.

Sinceramente, no sé qué pensar. El hecho es lo suficientemente grave para que no se nos olvide el hecho, la acusación. Se trataba de una niña (porque era una niña, no lo olvidemos) de 14 años. Y, por cierto, Polanski admitió haberse acostado con ella.

Sin querer entrar en el mérito de la disputa judicial, quiero hacer hincapié en que, en su día, Polanski decidió pactar con la fiscalía para luego huir antes de ir a juicio u oír, por lo menos, cuál iba a ser la sentencia y la consecuente condena. Éste, para mí, es el elemento clave de la historia.

Además, a través de lo que parece ser un acuerdo extra judicial, Polanski consiguió que la víctima decidiese no seguir adelante con el proceso (sobre todo en lo que se refiere a la responsabilidad civil). Estoy de acuerdo, eso se consiguió a base de dinero. Pero no quita que un adulto, reconocido cineasta internacional, se acostase con una niña de 14 años (en todo caso un delito). Me da igual que la niña consintiese; me da igual que fuera virgen o no. El delito existe y está, además, admitido por el propio Polanski, quien prefirió huir en vez de asumir las consecuencias.

También se deberían aclarar las turbias circunstancias en las que los hechos ocurrieron (alcohol, drogas, etc.). ¡Con una menor! ¿Dónde coño está el sentido de la responsabilidad? Si hay gente a la que todo este embrollo no le parece lo suficientemente grave, pues apaga y vámonos. De todas formas, como la propia víctima pide que la cosa no vaya a más, creo que Polanski puede asumir perfectamente una condena, mitigada por los años, la acusación particular y la benevolencia de la opinión pública. Lo de haber huido de la justicia, sin embargo, es lo que probablemente más teme Polanski.

Os dejo un artículo de El País, titulado Una explicación legal. Es muy didáctico e imparcial.

martes, 22 de septiembre de 2009

Escribe tú que a mí me entra la risa...

Leo El País, esta mañana, con el fin de informarme de la situación en Honduras. El Presidente exiliado y expoliado, Zelaya, que vuelve a su país, por sorpresa, para reclamar su derecho a gobernar. Zelaya se queda en la embajada de Brasil de la capital, para que no se le detenga.

La noticia de El País es un remix, un refrito de agencias (AGENCIAS - Caracas/Tegucigalpa/Washington). Supongo y asumo que El País no tiene corresponsal en Honduras. Vale, no pasa nada.

Sin embargo, en la home de Elpais.com, justo debajo de la noticia, la primera y la destacada, pone: YO PERIODISTA: ¿Estás allí? Envía tus fotos y textos. Perfecto. Contenido generado por el usuario, participación, etc. etc.

Pero vuelvo a fijarme en la entradilla. Literal, "El Gobierno 'de facto' decreta el toque de queda". Alarmante, ¿no? A ver, que no se me venga ahora con que el lector puede cumplir una importante función de apoyo a la libertad de expresión. Se le pide a alguien que vive bajo un toque de queda, con una situación bastante peligrosa por delante, que envíe sus textos y sus fotos.

Con perdón, señoras y señores... ¡Y UNA MIERDA! En vez de ser tan cutres, los directores, redactores en jefe y demás responsables de El País que envíen a un puñetero corresponsal y no se ahorren el dinerillo de un viaje, el seguro y los pluses de peligrosidad, etc. En vez de aprovecharse del lector, desamparado, ya que no hay ley que le proteja como a los periodistas - y que, encima, estén planteándose cobrar por los contenidos del periódico online, o que, por lo menos, la edición impresa hay que pagarla - que hagan su trabajo, de una puñetera vez: ¡que informen!

Es una vergüenza, punto.
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viernes, 18 de septiembre de 2009

Hay que pedir permiso antes de entrar

Qué bonitas las redes sociales. Todo el mundo en contacto con todo el mundo. La actividad es frenética. Nos encanta contar qué hacemos, compartirlo con nuestra esfera de amistades, reales y virtuales. Además, nos damos cuenta de que las redes sociales pueden funcionar como un medio de autobombo, por el que nos promocionamos en lo profesional tanto como en lo personal.

Esta muy bien poder decirle al mundo, yo qué sé, ¡acabo de lanzar mi corto! Está bien porque tu espacio es eso: tu espacio. Pero las cosas se complican. ¿Por qué? Pues porque estás al descubierto. No tienes ningún tipo de protección a que los que hayas aceptado como "amigos" se aprovechen para usar tu espacio, que tus contactos ven, para hacerse publicidad ellos.

Pues no, chaval, no. Esto no es así. Esto se llama spam. Si alguien quiere escribir en mi muro, mi espacio, o llámalo como te dé la gana, me tiene que pedir permiso. Utiliza tu muro, tu espacio para hacer tu promoción personal y profesional. Y, dentro de este gran juego, ya me encargaré yo de comentar, de interactuar, con el fin mismo de ayudarte en esa labor de promoción. Además, lo haré encantado, porque forma parte de ese espíritu solidario que se crea entre buenos amigos, aunque virtuales, que se respetan.

Es el mal uso, la intromisión lo que hay que penalizar. Pero, en este sentido, los usuarios son lo suficientemente listos como para actuar en consecuencia y penalizar estos comportamientos. Especialmente cuando el que se entromete promociona algo parecido a lo tuyo y, encima, ha tenido bastante más posibilidades que tú para darse a conocer.

Aunque en Internet, la buena educación es importante. Hay que pedir permiso antes de entrar en la casa d cualquiera.

martes, 15 de septiembre de 2009

Derechos de redactor

Leo una noticia en El Mundo, en la que informa de que Comisiones Obreras pide que los periodistas cobren derechos de autor por sus trabajos, como ocurre en la gran mayoría de los países de la Unión Europea.

Yo, periodista de formación que practicó durante años la profesión, podría estar encantado si se recogiera este derecho en la reforma de la Ley de Propiedad Intelectual. Sin embargo, mi sensación es otra, contraria a dicha reforma, por el sencillo hecho de que mi (aún no olvidada) vocación no casa demasiado con el concepto que aquí se pretende defender.

Mi primera pregunta es: ¿quién gestionaría esos derechos? ¿La SGAE? ¡Dios nos libre! Me niego a pagar el "impuesto revolucionario" a una entidad que considero abusiva en sus prácticas. ¿Las distintas asociaciones de periodistas? ¡Por favor! Cuando, además, para colegiarse parece que no vale con practicar durante años. Por cierto, siempre me alegré de pertenecer a un gremio cuya formación "oficial" la podías conseguir exclusivamente trabajando, por mucho que se intentará, fracasando, imponer una carrera obsoleta desde sus principios. También me siento orgulloso de que la profesión de periodista pueda ejercerse sin tener que pasar por la licenciatura. Porque, al final, lo que cuenta es si sabes contar la información y puedes especializarte según tus conocimientos. Puedes estudiar historia, ciencias políticas, derecho y demás, teniendo presente que tu futuro será el periodismo.

Que exista un conflicto de intereses entre editor y redactor (autor), estamos todos de acuerdo. El editor cobra. Las Agencias cobran. Pero sigo pensando que, a pesar de los intentos prehistóricos de cobrar por los contenidos en un mundo en el que la comunicación de la información, de la cultura, deben estar al alcance de todos, por el sencillo hecho de que esto sí que es un derecho fundamental. Es la ruptura de la barrera del conocimiento. La información es hoy un derecho tanto cuanto la posibilidad de acceder a ella. Porque así es cómo demostramos que hemos evolucionado como sociedad, de cara al elitismo sectario del pasado.

Pero, claro, cuesta tener que afrontar nuevas fórmulas de negocio. Cuesta renunciar al proteccionismo cateto. Cuesta salir del caparazón y enfrentarse a la dura realidad. Cuesta, sobre todo, tener que dar explicaciones: de por qué tu contenido, tu información, no cumplen con las expectativas del público. Mientras no te sustentas exclusivamente de las masas, es más fácil esconderse. Cuando el "mercado" te juzga, no paga y tienes que demostrar que tu creación es un vehículo válido para que la financiación te llegue por otras vías, pues te has quedado sin protección, sin red.

Yo, para los periodistas, prefiero otras fórmulas como el Copyleft o el Creative Commons. Me parecen más acordes con la realidad, y, sobre todo, con la necesidad de que todo el mundo tenga acceso. Propondría garantizar que yo, periodista y autor, conserve la explotación sin fines de lucro de mi información. Que esté informado de cómo se utiliza (y se vende) esa información por parte del editor.

Y, por cierto, Comisiones Obreras podría velar un poquito más por la profesión, asegurándose de que el redactor cobre un sueldo digno. Que los becarios cumplan con sus funciones de becarios y no se les obligue a ejercer como un redactor por la décima parte del sueldo de un redactor. Me parece mucho más importante garantizar el futuro del periodismo a través de condiciones laborales serias que meter a la profesión en la penosa agonía de la gestión de los derechos de autor al más puro estilo del siglo XIX.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Farewell, my poet, farewell...



Érase una vez una noche clara, melancólica; una noche extraña, presagio de un adiós, de un hasta nunca. Érase una vez una noche de agradecimientos implícitos, taciturnos, delicados, como una caricia, tan dolorosos como cargados de íntima alegría. Érase una vez la noche del 12 de septiembre de 2009. Érase una vez Leonard Cohen.

Tres horas en las que estuve flotando en el aire, viajando por la vida de este cantautor y artesano de la canción. Nos lo dio todo, a sus casi 75 años. No escatimó nada, 27 canciones esculpidas en un frío Palacio de los Deportes. Ni el molesto eco del edificio pudieron romper el vínculo que Cohen pudo crear conmigo, con los diez mil que estábamos allí. Nunca frase tan banal ha tenido tanto sentido: "yo estuve allí". Estuve allí cuando nos levantamos con los ojos llenos de lágrimas para aplaudirle, para suplicarle que tuviera piedad de nosotros, que no se ensañara con nosotros, que nos dejase respirar, aunque tan sólo fuera por un momento. Fue tras The Partisan. Fue cuando, al levantarnos, nos rendimos ante el poeta, sí, el poeta que dentro de cien años los libros de texto mencionarán como mencionan hoy a otros grandes hitos del verbo.

Pero no, él no nos dejó el honor de respirar. Decidió, implacable, seguir por su camino, cada vez más intenso, más potente, más... Y Famous Blue Raincoat fue mi personal rendición. Yo ya no podía más.

Pudo conmigo, con su voz que, en algunos momentos, se reencontraba con el Lady's man, con el joven Cohen, para agarrar mi alma y dejármela destrozada de amor por su letra cristalina, perfecta, cadencia impune del tiempo que pasa. Pudo conmigo en sus sentidos homenajes a su grupo de músicos excelsos, a sus coristas. Coristas metáforas de sus conquistas y que se apartaron para que él pudiera introducir, otra vez, el puñal en la dulce y desaparecida Janis Joplin con la tremenda Chelsea Hotel #2. Una felación revivida como si hubiese tenido lugar en ese mismo momento y en ese mismo escenario.

Hoy, escuchando, como no, un disco de Cohen, me doy cuenta de que me dijo adiós, como se lo dijo, susurrando, a los otros 9.999 que me acompañaron en ese viaje de tres horas. El concierto de anoche fue mi regalo de cumpleaños; no supe, hasta que lo desenvolví, que fuese tan delicado, tan frágil, tan desgarrador. Sólo puedo darle las gracias a Nuria por haberme regalado un momento que nunca olvidaré. Porque tres horas pasaron en un breve instante. Leonard Cohen, se presentó, sonrió y se despidió. Para siempre.

martes, 8 de septiembre de 2009

viernes, 4 de septiembre de 2009

¿Qué homenaje?

Recojo una información publicada en El Mundo sobre un informe de Reporteros Sin Fronteras. Son los datos de los periodistas muertos a lo largo de 2009. 31 reporteros asesinados, claro, no se refieren a decesos por causas naturales. Por supuesto, han muerto en zonas de guerra o, de alguna forma, conflictivas, en países difíciles para la profesión. Lo más espeluznante, sin embargo, es que, en los últimos quince años murieron 338 profesionales de los medios de comunicación.

Ahora bien, yo hago una reflexión, como periodista de formación. Me pregunto qué futuro tiene la profesión, que homenaje se le puede dedicar a este grupo de valientes, que dieron su vida por informarnos, cuando los políticos de casa se permiten el lujo de dar ruedas de prensa sin aceptar preguntas; si nos olvidamos de casos como el de José Couso, asesinado en Irak por un disparo de un tanque norteamericano y el Gobierno español de la época aceptando la versión americana, escupiendo en la memoria de un ciudadano de este país; si los propios editores son cómplices del menosprecio de la profesión, permitiendo que su plantilla se componga de pobres becarios que tienen que hacer el trabajo de un redactor, con un sueldo miserable; que esos redactores son despedidos, porque, claro, sale más barato el becario explotado; que la información se recabe de Internet, descaradamente, copiada y pegada; que un impresentable como el presidente del Gobierno de mi país monopolice con sus medios los medios de Estado.

Qué homenaje vamos a proporcionarle a los que arriesgan su vida por decirnos qué pasa realmente. Preferimos no decir nada, que los medios estén copados de lameculos que lo dan todo por su amo (da igual el color, siempre siervos serán). Es preferible no hacer nada en contra de la creación de feudos televisivos autonómicos, regidos por caciques locales. Es mejor dejarse llevar por el gossip de supuestos profesionales. Y no decir nada. O, bueno, decir "total, los medios de comunicación son todos partidistas", "no te creas lo que dicen los medios de comunicación".

Leo el informe de RSF y me da rabia. Mucha rabia. Porque al resto de la sociedad le importa un pimiento.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

3 de septiembre de 1989

Mañana no sé si tendré ganas de recordarlo. Es una de esas cosas que cada uno guarda para sí mismo, porque cada uno lo vivió a su manera. Mañana será 3 de septiembre, un día normal en el calendario.

Hace veinte años, sin embargo, ese mismo día desaparecía para siempre un hombre bueno, un ejemplo para todos, por su honestidad, su humildad. En el fondo, ese hombre lo tenía todo y, a pesar de ello, mantuvo los pies en el suelo, bien agarrados. No me gusta exaltar a aquellos que no conozco personalmente, pero en el caso de Gaetano Scirea, no me queda más remedio. Fue alguien especial, que todo el mundo respetaba, porque él respetaba a todo el mundo. Como me han enseñado mis padres, el respeto es lo primero que tienes que darle a los demás. Y Gaetano Scirea, ese concepto, lo llevó siempre a rajatabla.

Sí, fue un futbolista. Un jugador que aunó, caso muy poco frecuente, el deporte con la dignidad y la honestidad. Fue elegante en la cancha y en la vida, arraigado a sus orígenes, modesto entre los endiosados.

Podría mencionar mil y una anécdotas de juego. De algunas de sus hazañas como libero de la nazionale y de la vecchia signora. Podría decir que fue claramente mejor que Baresi o, por lo menos, a la altura de Beckenbauer. No lo haré. Prefiero recordarle por su cabeza bien alta, con el balón en los pies o como persona. Prefiero destacar sus silencios en un mundo poblado de chácharas inútiles y estériles. Más que de blanco y negro, le recuerdo vestido de su humildad.

Ciao, Gaetano, grazie di tutto.

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No te rindas (XXII)

XXII. Alberto y la felicidad
Terminado el concierto, Alberto pierde de vista a Jorge. Busca a su guía, Laura, entre la multitud, pero ella tampoco está. Alberto termina su copa de un trago. Es la tercera. Alberto no está acostumbrado a beber. Alberto nota cierto mareo.

Alberto decide ser valiente. Se mueve hacia el escenario, ahora que ya no hay concierto y hay hueco, un pasillo hacia lo que parece ser la puerta de atrás del garito. Alberto se mete en el hueco, casi sin respirar. Alberto quiere hablar con Jorge.

Alberto pasa la puerta y se siente aliviado al ver cómo la gente ni se percata prácticamente de su presencia. Descubre una escalera que lleva a lo que podrían considerarse, malamente, unos camerinos. En uno de ellos, están los músicos del grupo de Jorge tomando cerveza de unas litronas. Alberto se pregunta si eso no es ilegal, ya que la mayoría son menores de edad. A nadie parece importarle, a Alberto tampoco. Pero Jorge no está.

Alberto sigue por el angosto pasillo que lleva a una salida de emergencia. Efectivamente, Jorge no aparece. Alberto se pregunta si, a lo mejor, su hijo no está en la barra. Pero decide abrir la puerta de la salida de emergencia y respira una bocanada de aire no contaminado por el humo y por la humedad calurosa del local.

La puerta da a una placita, un pequeño parque. Alberto sale y se enciende otro cigarro. Respira hondo con la primera calada, a ver si se recupera un poco de los efectos del alcohol. Alberto da un paso hacia adelante y ve que hay alguien sentado en un banco, a unos veinte, treinta metros de donde está él. El parque está completamente a oscuras y Alberto no puede distinguir quién está sentado allí.

Con cierta precaución, decide acercarse al banco. Pocos pasos son necesarios para averiguar que se trata de Jorge, con la cabeza hacia atrás. Hay alguien con Jorge. Alberto para en seco.
Laura está sentada al lado de Jorge, haciéndole una felación. Jorge está disfrutando y, de vez en cuando, acaricia el pelo de Laura. Alberto no puede seguir allí pero, a la vez, es incapaz de moverse. Está como paralizado. Sin embargo, no es pudor, sino las ganas frenéticas de ver cómo dos personas disfrutan. Alberto está hipnotizado por la expresión de felicidad de Jorge.

Jorge abre los ojos y lo primero que ve es Alberto. Con la mano, avisa a Laura de que algo pasa. Laura levanta la cabeza del pene de Jorge, dejándolo, además, al descubierto, y también se da cuenta de que Alberto está mirando. Jorge se tapa. “Pero ¡qué coño…!”

Alberto se da la vuelta para que Jorge pueda arreglarse y Laura retomar cierta compostura. “Perdona… Lo siento… Lo siento…”

“¿Qué coño haces tú aquí?” Jorge está cabreado. No se puede creer lo que acaba de ocurrir. Alberto está aterrorizado con la idea de volver a mirar a los ojos a Jorge. “¿Qué hacías? ¿Espiarme?” ¡Sí! ¡Sí! Alberto le estaba espiando, quería descubrir por qué es feliz. Quería volver a sentir que Jorge existía, que él mismo existía. “Lo siento, de verdad… Yo no quería…”

“¿Sabe mamá que estás aquí? ¡Joder! ¡Esto es la hostia!” Laura intenta tranquilizar a Jorge, enfurecido porque su intimidad ha sido desvalijada por alguien que, históricamente, ha pasado de ella toda la vida.

“¿Mamá sabe que estás aquí espiándome? ¿Eh? Viendo cómo me lo monto con mi chica… ¡Eres un cerdo, papá!” Alberto se rinde. Alberto llora. Alberto no tiene más que contar, ni que esconder. Cuarenta y cinco años y no tener nada. “Mamá se ha ido…”, murmulla Alberto.

“¿Qué?” Jorge se queda sin palabras. Siente rabia, tiene ganas de arremeter contra ese hombre que ha convertido su hogar en un limbo silencioso. Se acerca a Alberto y lo coge violentamente del brazo. “¿Que mamá se ha ido?” Alberto no opone resistencia.

Laura separa la mano de Jorge del brazo de Alberto. Laura le pide con la mirada a Jorge que no se ensañe. Le pide compasión. Le pide ser hijo y padre de un hombre afligido. “Déjale en paz, Jorge”. Alberto llora, en silencio, mirando lejos, siempre lejos, nunca a los ojos de su hijo, nunca de cara a la situación, a la vida.

Jorge se calma. Jorge entiende a Laura. Jorge mira a su padre, hombre vendido, hombre rendido. Le mira de arriba abajo. “Esos vaqueros son míos…” Alberto explota en una risa llena de lágrimas. “Sí…” “Pues los estás arrastrando, que soy más alto que tú”. Alberto no tiene más remedio que mirar a Jorge. Los labios de Alberto amagan una sonrisa, a la espera de que Jorge haga lo mismo. Jorge se lo piensa, lo que se tarda en cambiar de idea. “¿Te ha gustado el concierto?” “Me ha encantado…”

“¿Cuándo se ha ido?”
“Esta mañana… Creo”
“¿Dónde ha ido?”
“No ha dicho nada”
"¿Y qué vas a hacer?”
“No lo sé”
“¿Quieres a mamá?”
“Tampoco lo sé…”
Llanto. Un abrazo.
“No sé qué hacer…”
"Pues no te rindas..."


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martes, 1 de septiembre de 2009

No te rindas (XXI)

“¿Julia?”
No está en casa.
“¿Julia?”
No está en casa.
“¿Jorge?”
No está en casa.
El iPhone sí está en casa, en la mesilla, tal y como pensaba.
Llamadas perdidas, el Outlook, un SMS.
“Me voy”
Julia no está en casa.


XXI. Alberto y el concierto
La sala no es como Facebook. Gente, humo, bebida y música. Alberto se siente incómodo. Se sentía incómodo en casa, eligiendo la ropa que ponerse. Una camiseta, vaqueros, zapatillas. La camiseta la tiene porque va a correr, como las zapatillas. Los vaqueros tuvo que tomarlos prestados de su hijo. Alberto se siente ridículo. Mejor, fuera de lugar.

El grupo de Jorge aún no ha empezado. Hay otros que están tocando. Alberto no distingue muy bien ni la música ni las letras de la canción. El sonido es pésimo porque la sala es un agujero, para nada pensado para la música.

Alberto se queda rezagado, cerca de la barra, para no tener que mezclarse. La gente, todos más jóvenes que él, está saltando, bailando, repitiendo la letra que Alberto no puede llegar a escuchar con claridad.

Alberto se pregunta qué hacer si se cruzara con Jorge. Es muy posible que ocurra. El garito es enano. No habrá más de cincuenta personas. Alberto pide un ron con coca cola.

Hace mucho que Alberto dejó de fumar, pero decide sacar tabaco de la máquina. Alberto pide cambio en la barra. Introduce las monedas y saca una cajetilla de Marlboro. Se agacha para recoger el cambio. De pronto, se percata de que alguien está esperando a que se levante. Alberto mira a Laura avergonzado. Laura le sonríe. Le da dos besos. “Pensaba que no vendrías”.

¿Cómo le habrá reconocido? ¿Por Facebook? A lo mejor, porque es el único cliente del garito que tiene más de veinte años. “Jorge no sabe nada”, dice Laura. Jorge no sabe que Alberto está en la sala. “¿Se lo vas a decir?”. “Díselo tú…” Y Laura mira hacia el escenario donde Jorge y su grupo están terminando de montar el escenario con sus instrumentos.

Alberto se esconde detrás de las cabezas de los demás, aterrorizado por la posible mirada de Jorge. Jorge ve a Laura, al lado de la máquina de tabaco. Jorge sonríe y guiña un ojo. Laura le devuelve la sonrisa y le manda un teórico beso. Luego, manteniendo la sonrisa, le dice a Alberto que disfrute del concierto. “¿Estáis juntos otra vez?” “Lo intentamos”. No abandonan, Laura y Jorge. Otro beso en la mejilla para Alberto y Laura le recuerda “disfruta”.

Alberto se apoya a la barra, se enciende un cigarro y reza a que el humo del pitillo, de alguna forma, le esconda de su hijo. Pero Jorge está tocando, está cantando. Jorge está completamente inmerso en su música.

Alberto observa cada movimiento de Jorge; cómo va entregándose a la canción; cómo acompaña cada nota con su voz. Jorge vive lo que está haciendo, lo vive con sus compañeros de grupo, lo vive con las miradas de su público. Jorge es un ser vivo, parte integrante de un mundo real.

Jorge se gira sobre sí mismo. Jorge lo da todo por su gente, por sus canciones. Alberto desconoce lo que allí está pasando. Pero Alberto empieza a disfrutar. Ese sonido mal reproducido de una música claramente mejor de lo que parece empieza a relajar a Alberto.

Cuando Alberto empieza a mover el pie derecho, Laura aparece a su lado otra vez. “Tendrás que felicitarle. ¿Lo sabes? No te vayas sin decirle nada, Alberto”.

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