jueves, 18 de septiembre de 2008

Una capriola



Una capriola, una voltereta, a los treinta y tres años no es moco de pavo. Es un ejercicio más bien de chiquillo y Alex es un niño chico. El aire que él desplaza con ese gesto es aire de amargura que, por fin, se va, atónito, casi sorprendido por la forma en la que debe abandonar el teatro de los espíritus malignos que, hasta esa noche, habían acompañado cada minuto de obrero balompié.

La voltereta la acompaña un grito, teñido de emoción, como la que compartíamos cuando los partidos no se veían por la televisión; los del miércoles, no. Ese acto de alegría nos hace olvidar los campos perdidos de la mano de dios, donde Alex era casi una atracción circense para los presentes, acostumbrados a verle triunfar a 24 pulgadas. Por fin, se confirma. Pagamos el rescate.

Lo que la voltereta nos hace entender es que, sin querer, de manera totalmente inesperada, el infierno nos ha devuelto la misma ilusión de antaño, en ese mismo campo, ahora olímpico, tan chico, de tan gratos recuerdos. Hoy, nosotros no vivimos el frenesí imperial de los colosos, construidos a base de cromos dorados. No. Nuestro sueño es distinto. Vivimos una fiesta colectiva, con las mismas ganas que teníamos al golpear una pelota en alguna cancha de asfalto, al lado de la iglesia, o en un oratorio de la periferia.

Esa voltereta de este niño chico es simplemente la constatación que tanta mierda nos ha devuelto nuestra infancia. Y, cuando eres niño, todo es posible. Absolutamente todo. Por lo menos, Alex puede soñar ser Alex otra vez, nuestro capitán. Con treinta y tres años, casi cojo. Con una voltereta. Da igual.

viernes, 12 de septiembre de 2008

Cuarenta


¡Joder! Me encuentro ante un dilema. No sé si alegrarme o morirme de asco, tras cumplir, hace un par de días, cuarenta años. No hablo de la famosa crisis de los cuarenta, la verdad. Ésa la viví hace un par de años. Eso significa que me llevo… ¡dos años de ventaja a mí mismo!

No. Lo que quiero decir es que no sé si alegrarme o quejarme a gusto, como hace la gran mayoría de la gente; y lo hace así, con tal de tocarle los huevos a la humanidad. Y tendría todo el derecho del mundo, ya que, yo, quejarme, lo que se dice quejarme, no lo hago mucho. Asumo, protesto, me convierto en el “pitufo gruñón” (NL dixit), pero no me quejo.

Supongo que no lo hago porque no cambiaría ni un ápice de mi vida. Nada. Me volvería a meter todas y cada una de las leches que me he metido. Repetiría cada uno de los errores (y son muchos), con tal de estar donde estoy hoy. A pesar de los pesares.

Quiero alegrarme y seguir fardando de edad y de experiencia. Pero lo hago, pequeños saltamontes, porque me gusta reírme un poco de vosotros. Porque la experiencia es una falacia; una mentira dogmática tan falsa como el mármol de una iglesia. Es un culto hedonista por el que el empeño atávico a tropezarse una y otra vez sobre la misma piedra se convierte en sacramento, al que los pequeños saltamontes acuden, como rito espiritual, con el único fin de poder también hacer lo mismo, una vez cumplido el Gran Sacrificio, la Prueba Única: el haber aguantado durante años a los viejos cascarrabias como yo.

Si eso no es ser dios, es sin duda lo que más se le acerca. Encima, no te hace falta demostrar tu poder. Los saltamontes creen. Punto. Dogma. Misterio de la fe.

Si todo esto me da ganas de ensalzarme aún más ante vuestros ojos, todopoderoso, por otro lado, me doy cuenta de todo lo malo que conlleva llegar al país de la “mediana edad”.

Es molesto levantarte una mañana y descubrir que tienes una extraña sensación, tan cercana al horroroso sabor de boca (acompañado por el correspondiente aliento) de una resaca. Pero es que es así. Porque sabe (y huele) a ¡victoria!

Has cumplido con tu cometido. Te despiertas y miras a tu lado y descubres que la belleza existe. Con tu mismo sabor de boca (y aliento…), la belleza descansa a tu lado y ha conseguido que descansaras, pasara lo que pasase, independientemente de la hora a la que te acostaste y de la mierda que te tragaste el día anterior. Mierda en forma de liquido adulterado y, por encima de todo, mierda metafísica.

Te das cuenta de que te estás convirtiendo en un “sensiblón” (Blunt dixit) y que, ¡joder!, te mola Viva la vida de Coldplay. Te encanta. Hasta he declarado que es una canción para la historia. Es la señal. Algo falla. Algún engranaje (como es normal a los cuarenta) ya no gira con la misma precisión. O, es posible, percibes una extraña luz que sigues por inercia; luz que te lleva al siguiente nivel catártico, por el que Sonic ya no persigue anillos esparcidos por el camino. Ya le has ganado al chiflado profesor.

¡ES QUE COLDPLAY NO ME MOLABA UNA MIERDA! Y ahora tienen la canción del siglo… Dios, perdóname, te lo ruego. Y cuando hablo de Dios, me refiero al único: Eric Clapton (época Cream, of course). Clapton is God, para los ignorantes. Luego, claro, me doy cuenta de que Dios, en su sabiduría inmensa e infinita, ya me mostró el camino, que yo no entendí en su momento, cuando grabó con Baby Face (¡manda cojones!). Change the World, decía la canción… Por algo sería. Supongo que es la teoría del caos, en su variante MPEUP. ¡Sí! MPEUP. Es una ley de la física que explica lo inevitables que son las cosas. Es la ley de la MIERDA PINCHADA EN UN PALO.

Así que por la Ley de MPEUP, hasta Factor X tiene su sentido. Y me convierto en un ser tolerante, menos bronco, más abierto ante las posibilidades que me brinda la alimentación por medio de líquidos pastosos a base de sucedáneos de verduras y legumbres. Empiezo a vislumbrar la magia tras los anuncios de Ocaso. Pero, más grave aún, siento un escalofrío recorrer mi espalda. Es la reacción epidérmica al hecho de que mi balance, de momento, no está en números rojos. Al revés. Estoy satisfecho. Porque, con alguna que otra cicatriz y un poco de suerte, la belleza sigue allí, todas las mañanas, dormidita a mi lado.

Pero, a pesar de que mi corazón se haya ablandado (¡puto Coldplay!), no quiero que los pequeños saltamontes se hagan muchas ilusiones. Al final, esto es un cóctel. Y de los buenos, amargo y dulce, como manda la receta. Estáis invitados.