miércoles, 23 de enero de 2008

Por lo menos, todavía me queda mi música…




Éste no es un auténtico homenaje. Hace un par de días murió Bobby Fischer. Supongo que, para algunos, este nombre no significa mucho. Fischer fue el mejor y más excéntrico jugador de ajedrez que el mundo haya conocido jamás. Ni el propio Garry Kasparov se atrevería a compararse con él, aunque haya tenido todavía más éxito que este americano, hijo de judíos alemanes.

Fischer rozaba la locura. Se permitió el lujo de no participar en un Torneo de Candidatos al título mundial por el mero hecho de que una de las partidas se iba a celebrar en Sabbath, y, años más tarde, imprecar con frases claramente antisemitas.

Fue un niño prodigioso. Fue el Gran Maestro más joven de la historia del ajedrez. Destacaba también cuando perdía. En un torneo en Buenos Aires, en el que, la verdad, su actuación fue opaca (pero era todavía muy joven), un aficionado le felicitó por su victoria, alegando que fue una gran partida. Fischer le contestó “y tú ¿cómo lo sabes?”. Estaba claro que se refería que nadie en este mundo podía entender su ajedrez.

Este personaje intentaba mantener su cordura delante de un tablero. Regaló a todos los aficionados de este deporte (sí, es un deporte) algunas de las más increíbles y memorables partidas. Lo suyo era arte. A lo mejor, su ajedrez era fiel reflejo de su locura. Pero está claro que sus pensamientos turbulentos se canalizaban en las piezas.

Cuando jugó el Match del Siglo (Campeonato del Mundo de 1972, Reykiavik), perdió sus primeras dos partidas con Spassky; la segunda por no querer jugar ante las cámaras de televisión que le distraían. Luego ganó nueve y se hizo con el título que, en el fondo, era suyo por derecho adquirido. Fue su fin como deportista de élite. Según mi modesta opinión sabía muy bien que nunca hubiese defendido ese título ante nadie. Ya lo tenía. No le hacía falta revalidar algo que le pertenecía.

Qué irónica es la vida a veces. Su título fue, para Estados Unidos, una victoria moral en plena Guerra Fría. Por fin, un occidental rompía la hegemonía soviética en el ajedrez. Y, más de veinte años más tarde, ese mismo hombre y símbolo de su país se convertiría en uno de sus mayores críticos.

Esperpéntico, odioso, maleducado, presumido. Pero, sin duda alguna, un poeta con el tablero, maestro entre maestros de la Ruy López o de la Siciliana. Reproducir una partida de este hombre es como entrar, de alguna forma, en sus pensamientos y descubrir qué difícil es entender la mente humana. En el fondo, luchaba contra él mismo.

Recuerdo leer una de sus partidas, cuando él tendría unos quince o dieciséis años. Era una simultánea con no sé cuántos oponentes. Ésa fue memorable porque ganó con un precioso sacrificio de Dama. Ni despiste del adversario ni error ni nada. Sencillamente, una jugada que nadie vería.

Supongo que perder contra él tenía que ser algo normal. Como dijo Taimanov, Gran Maestro y conocido pianista de la época, tras ser vapuleado por Fischer, “por lo menos, todavía me queda mi música”.